Por Francisco José Covarrubias
Ha
pasado inadvertido el sorprendente descubrimiento de Camila Vallejo y Giorgio
Jackson. Sus dimensiones son enormes y su profundidad, notable: ¡Disminuir la
jornada laboral genera más empleo! Así, con dos
artículos de un proyecto de ley borraron 500 años de reflexión económica, desde
que en el siglo XVI en la Escuela de Salamanca empezaron a reflexionar sobre
los salarios.
El descubrimiento es notable, como encontrar que Newton se equivocó y que la
fuerza de gravedad, en verdad, lleva las cosas hacia arriba. O que la tierra es
plana. O que los gatos se comen a los perros.
Lo único que habría que sugerir es que, dado que bajar las horas de trabajo
aumenta el empleo, habría que ser menos mezquinos. Mejor bajarlas derechamente
a la mitad. ¡Así, tendríamos el doble de empleo!
Tal vez por eso Camila y Giorgio han propuesto también incluir la colación
dentro de la jornada. En otro proyecto vamos con el aumento de una semana de
vacaciones. Y esto no para. Probablemente en la próxima discusión del salario
mínimo veremos un aumento que sea ¡de verdad! Total, todo tendrá efecto
positivo.
Un absurdo de proporciones. No la discusión, sino la forma de hacerlo.
Discutir cómo es posible rebajar la jornada y compensar los efectos no solo no
tiene nada de malo, sino que es deseable. Y quizá llegamos a las mismas 40
horas, pero por el camino de la racionalidad, no de las buenas intenciones.
Tal vez el problema de esta discusión es que se ha dado entre empresarios y
políticos. Dos grupos que no gozan de muy buena salud. Ni un muy buen papel de
antecedentes.
Los empresarios siempre han anunciado, con la fábula de Esopo en las manos, que
ahora sí viene el lobo. Para peor, a lo largo de la Historia exponentes del “mundo
empresarial” defendieron la esclavitud (“Los esclavos no pueden cuidar de sí
mismos. Sin amos, caerían en la miseria, morirían, o se dedicarían a robar y
violar”) y el trabajo infantil (“cuanto más tiempo continúen los menores
educándose cómodamente, más ineptos serán cuando crezcan en disposición para el
trabajo al que están destinados”). A menor escala, en Chile, se han anunciado
muchas veces que vendrán las 10 plagas de Egipto. Con cada cosa. Con cada
cambio.
Por algo el propio Adam Smith nos alertaba que “toda proposición de una ley
nueva que proceda de esta clase de personas deberá analizarse siempre con la
mayor desconfianza”.
Los políticos, por su parte, tienen desde la antigua Grecia una tendencia a la
oferta de soluciones fáciles a problemas complejos. A la venta de ilusiones. Es
posible que en los 15 años, entre el 90 y el 2005, Chile haya vivido una
excepción. Pero eso ya es pasado. Esos 15 años no volverán.
El Génesis dice “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas
a la misma tierra de la cual fuiste sacado”. Con el paso del tiempo las
sociedades han ido logrando una mucha mejor compatibilización entre trabajo y
ocio, que han permitido ir descafeinando el maleficio divino. Y en buena hora.
Solo basta recordar que un autor liberal como John Stuart Mill en el siglo XIX
defendió la reducción de la jornada laboral tratando el disfrute del ocio como
una especie de bien público. Pero lo hizo con argumentos, no con buenas
intenciones. Analizando. Sopesando. Equilibrando.
Lo que no se puede es pensar que un proyecto como el de reducción de jornada
laboral no tendrá efecto. Y, peor aún, que tendrá efecto positivo.
Por el contrario, lo que corresponde es poner todos los antecedentes sobre la
mesa y luego tomar una decisión política.
Pero hoy los técnicos ya no importan. Mal que mal fueron los grandes
obstruccionistas de que pudiéramos gozar más de la fiesta. Los de lado y lado.
Hoy, al fin, nos hemos sacudido de esos serios y aburridos tecnócratas. ¡Dale
no más, dale que va!, como han dicho nuestros vecinos desde que Perón llegó al
poder.
Saint Simon en su famosa parábola se preguntaba en el siglo XIX qué pasaría en
Francia si se murieran sus tres mil “tecnócratas” más importantes. Su respuesta
es que el país caería en un estado de calamidad. Luego se pregunta qué pasaría
si se murieran en un mismo día, no tres mil sino que los treinta mil individuos
más importantes del Estado (políticos, funcionarios públicos obispos, etc.).
Según Saint Simon no pasaría nada.
Pues bien, hoy en Chile —más allá de la discutible tesis de Saint Simon— parece
claro que los técnicos han muerto. Ha llegado el momento de dejar de lado las
molestas planillas y las desagradables calculadoras. Ahora legislamos con la
guata. Y quienes se oponen a vivir de fantasías son malos, opresores o
“neoliberales”.
O tal vez haya que mirar lo que está pasando desde otro ángulo. Y pensar que la
votación del próximo lunes es una buena forma de empezar septiembre. Así,
oficialmente quedará inaugurada la temporada de circos.
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