La calle o las urnas: usted decide.

A fines de 1971 Fidel Castro visitó Chile y al ver como los opositores al gobierno de la Unidad Popular nos tomábamos las calles para expresar nuestro repudio, le dijo a Salvador Allende: “Las revoluciones se hacen y se ganan en la calle; si pierdes la calle, perderás la revolución”.

El hecho me consta, al menos de oídas, porque en aquélla época yo me desempeñaba en la Cámara de Diputados, como secretario, sucesivamente, de dos parlamentarios: mi padre, radical y un común amigo, demócrata cristiano, ambos representantes de la provincia de Malleco, hoy parte de La Araucanía.

La arenga de Fidel Castro a Salvador Allende causó gran revuelo en la Cámara, ya que constituía una abierta intromisión en los asuntos internos de Chile. La lucha en las calles se incrementó de manera progresiva y directamente proporcional a los desaciertos del gobierno de Allende y a la violencia desplegada por parte importante de sus adherentes, aventajados alumnos de la doctrina marxista. Las elecciones municipales y las parlamentarias siguientes, con altísima concurrencia y escasa abstención, constituyeron sendas derrotas para el Gobierno de la UP, muchos de cuyos miembros, especialmente el senador Carlos Altamirano y los grupos afines a la ideología marxista, concluyeron que el vaticinio de Fidel se hacía realidad y promovieron la lucha armada para consolidar un poder que se les escapaba de las manos, obteniendo el repudio mayoritario de la ciudadanía y debilitando aún más el gobierno del Presidente Allende.

Tal vez pueda cuestionarse ésta, mi versión, por adolecer de cierto rigor histórico, pero de ninguna manera acusárseme de “negacionista”, aun cuando pueda contribuir, de alguna manera, a entender el porqué de los acontecimientos posteriores, los que no fueron, precisamente, un “clavel del aire”, sino muy por el contrario, echaron sus profundas y directas raíces en el mismo terreno abonado en se intentó consolidar, por la fuerza, un poder que se había obtenido de manera democrática.

Pero el propósito de este comentario no es el de aburrirle con un relato de hechos pasados, sino llamar su atención sobre la importancia que tuvo en el desenlace la participación masiva de la ciudadanía en el proceso electoral previo, ante el cual nadie permaneció indiferente. Es cierto, vivíamos en un país pobre pero tremendamente ideologizado; carente de bienes materiales, salvo los estrictamente necesarios y en muchos casos insuficientes, pero rico en valores espirituales, morales, religiosos y dotados de un profundo sentido cívico y democrático que nos llevaba a las urnas con la certeza de que nuestra opinión sería determinante. En contraposición, cincuenta años después, tras llegar a vivir en un país “casi” desarrollado, los principios e ideales políticos y la participación ciudadana cayeron a niveles nunca vistos, debido, entre otros factores, al bienestar material logrado, por una parte y, por la otra, a la corrupción de las castas políticas y al descrédito de diversas instituciones del Estado que, con sus malas prácticas, ahuyentaron a la ciudadanía de sus deberes cívicos tras perder la fe en la democracia.

En el contexto de un país “casi” desarrollado pero moralmente decadente, se abrió el resquicio por el que penetró la violencia, evidentemente organizada y en modo alguno espontánea, como se pretende, que, en una maniobra relámpago, “se ganó la calle” y no la volvió a entregar; y no sólo la calle, sino los campos, las poblaciones, los colegios, las universidades, etcétera. La doctrina de Fidel llevada a la práctica y hecha realidad: calle y revolución de la mano. Y la ciudadanía en general, perpleja y asustada, desamparada por las autoridades de un estado decadente, se alejó aún más de la contingencia política, se refugió en sus casas y observó impávida cómo las pusilánimes autoridades se rendían incondicionalmente ante la violencia desencadenada y sometían a un improvisado y temerario proceso plebiscitario el destino institucional del país. Y el resultado resultó obvio: menos de la mitad de los ciudadanos asistió a votar en el plebiscito y posteriormente, apenas un treinta por ciento del total del electorado posibilitó la elección de quienes hoy día constituyen la aplastante mayoría en el seno de la Convención Constituyente. Que ese treinta por ciento determine su destino y el de los suyos depende de usted.

¿Cómo concluyo esta “lata” disertación? Pidiéndole que revierta “la pérdida de la calle” mediante el ejercicio de su “derecho” a sufragar (en aquélla lejana época era un “deber” que hoy valoro más que nunca) o si está de acuerdo con ella, cosa poco probable si usted es destinatario de estas reflexiones, ratifíquela democráticamente. Considere un deber el promover la concurrencia a votar entre sus familiares y amigos, especialmente en el caso de sus hijos y nietos, ya que es en gran medida de su responsabilidad la lejanía o ausencia de ellos en estos procesos, ocupados sin duda en asuntos más productivos.

Un dato adicional muy ilustrativo: la clase media a la que usted y yo pertenecemos y la gente de la tercera edad, a la que muchos de nosotros hemos llegado, presentan los mayores índices de abstención electoral. Perdimos la conciencia de nuestro poder y la fe en nosotros mismos…, es hora de recuperarlas.

Finalmente, si ha tenido la paciencia de llegar hasta aquí en la atención brindada a estas reflexiones, permítame el atrevimiento, sin ánimo de ofenderlo, de sugerirle que, en forma previa a emitir su sufragio, si decide hacerlo, reflexione respecto de sus principios y de lo que desea para usted y los suyos y confróntelos con los planteamientos de todos los candidatos a las próximas elecciones, especialmente presidenciales y no tengo duda alguna, con un mínimo margen de error, que encontrará, entre todos ellos, uno que se destaca nítidamente por su cualidades personales, políticas y morales, que es garantía de seriedad y civismo, estricto para consigo mismo y tolerante para con los demás y que aún estigmatizado por sus detractores, amenazado y agredido por los “dueños de la calle”, muestra el valor requerido para conducir un país como el nuestro en un trance tan complejo como el que vivimos. Su nombre…, lo determina usted, privativamente, mi atrevimiento no llega a tanto.

Atentamente,

Juan Miguel Rodríguez Etcheverry

 

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