“…Esta sentencia deja acaso dos lecciones de prudencia. Una personal: el afán de justicia puede hacernos encontrar culpables a toda costa (…) Y otra institucional: el Poder Ejecutivo, sea el presidente o los ministros, deben evitar pronunciarse o inmiscuirse de cualquier modo en procesos judiciales en trámite…”
Por Julio E. Chiappini
El 30 de enero de 2019 se dictó sentencia de primera instancia
en la causa que juzga la muerte del expresidente Frei Montalva. Resultaron
condenadas seis personas, a distintos títulos de participación criminal, por
homicidio simple (art. 391, inc. 2) cometido como crimen de lesa humanidad.
Lo oceánico del fallo (811 páginas) puede justificarse atento a la entidad de
la investigación: 16 años, cientos de declaraciones testimoniales y periciales.
También a la resonancia del caso: el posible homicidio de un exmandatario,
máxime del prestigio internacional de Frei, con intervención de agentes del
Gobierno Militar. Con todo, la resolución congrega datos irrelevantes a la
investigación, como qué trabajo desempeñó un testigo de 1987 a 1989, los
“chequeos ginecológicos” de una deponente en 1981, una supuesta reunión del
cardenal Silva Henríquez con sacerdotes de comunas populares en 1973, oficios
de testimonios de torturas acaecidas a fines de 1973 y muchos otros “que no
agregan nuevos antecedentes a su declaración”. Resulta dispendioso valorar,
siquiera para desestimar, las declaraciones o datos ostensiblemente
impertinentes a la causa1.
La sentencia concluye que se trató de un homicidio y crimen de lesa humanidad y
descarta las calificaciones por veneno y premeditación. Para que se trate de un
crimen de lesa humanidad, imprescriptible, urge demostrar que en el supuesto
homicidio existió participación estatal enmarcada en un plan de ataque
sistemático y generalizado contra la población civil (art. 7 del Estatuto de
Roma, cc. art. 1, ley 20.357).
Los principales antecedentes recabados a este fin son testimonios de
colaboradores y admiradores de Frei, que dan cuenta de las actividades
opositoras en la DC, especulan sobre hechos ucrónicos2, el
senador Zaldívar invoca la revista mexicana “1+1” (fs. 483 y 490), declaran que
Pinochet omitió dar el pésame a la familia Frei (fs. 147), otro escuchó en una
cafetería que Pinochet “se sentía complicado por el rol que cumplía Frei” (fs.
788), una testigo informa que años antes del deceso, individuos desubicados le
gritaban al expresidente groserías o lo llamaban “vendepatria” (fs. 465), otros
lo comparan con Lech Walesa (fs. 69), etc.
En cambio, aparece bien probada la presencia de agentes de inteligencia en la
DC, en el entorno del expresidente y en su funeral, a fin de indagar
discretamente el ánimo social u opiniones particulares. Esta práctica, por lo
demás, se ejercía sobre “todos los políticos sin distinción de partido, como
también personas del ámbito nacional, por ejemplo: artistas, empresarios, entre
otros” (fs. 448).
Ni dicha circunstancia, ni las anteriores especulaciones, autorizan a deducir
un plan premeditado, organizado por el Estado, con participación de
profesionales y personal de la confianza de Frei, a fin de asesinarlo.
Descartada así la intervención estatal, hubiera correspondido declarar la
irresponsabilidad por prescripción de la acción penal (art. 93, Código Penal).
El propio juez reconoce que “tampoco resultó posible acreditar con certeza y
mediante los medios de prueba suficientes que la decisión final correspondiera
a una autoridad superior”.
Por cierto que a fs. 266 consta que pocos días antes del fallecimiento,
Pinochet “se mostró muy preocupado por el estado de salud de Frei, y ordenó que
enviaran un respirador artificial y una unidad de diálisis a la clínica Santa
María, ya que no contaban con esos aparatos, lo cual efectivamente se
canalizó”. Lo cual se condice en parte con el testimonio de Jorge Frei
Ruiz-Tagle a fs. 307.
Por lo contrario, para la calificación de crimen de lesa humanidad el fallo
necesita urdir una confabulación de decenas de personas que incluirían al
cirujano, anestesista, ayudantes, enfermeros, espías, militares, químicos,
embalsamadores, allegados a Frei y un vasto etcétera. Esta fenomenal
conspiración no surge de las pruebas reunidas. El sentenciante incluso admite
el hecho de “no haberse comprobado la existencia una conspiración para producir
la muerte del occiso”. A lo que sigue la lamentación respecto a que “la
sospecha de haber existido una operación especial de inteligencia permanece
vigente, pero, lamentablemente la investigación criminal no llegó a acreditar
la participación de otros sujetos responsables del hecho”. Carnelutti enseña
que el proceso penal no está destinado a condenar, sino a saber si debemos
hacerlo.
La cuestión médica se presenta más compleja. Se alistan testimonios de enfermeras,
cirujanos, especialista en medicina intensiva y broncopulmonar, neurólogo,
cardiólogo, inmunólogo y alergista, neurocirujano, gastroenterólogo y
nefrólogo. Algunas declaraciones versan sobre el tratamiento seguido en la
clínica Santa María; otras se explayan sobre el procedimiento médico en
general.
Los testimonios médicos desechan en principio tanto la intervención de terceros
para evitar la recuperación del expresidente, como una infección
intrahospitalaria. Descartada también la hipótesis de intoxicación, se llega a
la conclusión de que la causa directa su fallecimiento fue una septicemia con
origen intestinal.
Hay quien se inclina por adscribirla a una mala praxis médica (fs. 492, 497,
606, 633), mientras que otros la interpretan como ajena a la labor de los
encartados (fs. 265, 450, 568). Bien pudo haber sido causa de la primera
intervención quirúrgica, la cual el juez Madrid halla realizada “con pleno
éxito”, pero que “unos pocos días después comenzó a sufrir molestias” (fs.
620). Afirmaciones que parecen incompatibles entre sí. Tampoco se repara
demasiado en que la documentación perdida corresponde a la primera operación
(fs. 629).
Los dictámenes médicos, en fin, no son terminantes en ningún sentido. Otros sí
lo son, pero carecen de mayor valor probatorio. Por ejemplo, un testigo de
profesión conductor de transporte público asegura que “al Presidente lo
mataron”. Y otro halla que si bien Frei “mantenía problemas de salud y debía
operarse… el testimonio de su ahijada y de Carmen es definitivo para no dudar
que Frei Montalva fue asesinado, porque la otra posibilidad es que ellas
estuvieran mintiendo”. A pesar de que el mismo reconoce luego que “no tenía
pruebas ni tenía cómo tenerlas… Por lo demás, ese fue el comentario de muchos
de sus amigos con los cuales salía del teatro Caupolicán” (fs. 474).
Constan, a modo indiciario, irregularidades en cuanto a la autopsia y
embalsamamiento. Un pedido de autopsia clínica que no respondió a razones
médicas puede explicarse por las reseñadas ansias oficiales de información.
Justamente lo contrario, la participación estatal, evitaría la realización de
autopsias comprometedoras.
Los testimonios acerca de la personalidad del inculpado y su relación con la
posible víctima tampoco coadyuvan a la incriminación. Numerosos comparecientes,
todos insospechables, asientan que Frei y el doctor Silva, condenado como
autor, eran amigos (fs. 343). Que Silva “fue siempre demócrata-cristiano y muy
apegado al partido y a Eduardo Frei Montalva” (fs. 365, 368, 374 a 377, 383).
En contra, testimonio de Carmen Frei Ruiz-Tagle: “Silva no era amigo de la
familia, y tampoco formaba parte del partido de la Democracia Cristiana” (fs.
369) y otro de igual tenor a fs. 370. Si bien no eran amigos íntimos, se impone
fuera de toda duda que Frei y Silva eran buenos conocidos, en especial por el
desempeño de Silva durante el gobierno del primero.
En cuanto al dolo homicida, la sentencia lo concluye arguyendo que Silva debió
advertir a Frei de los riesgos para su seguridad que significaba operarse en
Chile (fs. 645). Memoremos que Frei se había operado en Chile pocos meses antes
y también en 1979. Igualmente, consta que fue advertido en diversas
oportunidades por otras personas, además de que él estaba seguramente
consciente de la situación, no obstante lo cual decidió operarse en Chile (fs.
34, 305, 343, 472, 485).
También se infiere el dolo de la “posición de garante… dada la calidad
profesional y experiencia que poseía el nombrado facultativo” (fs. 647). La
posición de garante, que no necesariamente asume el médico, pues su obligación
suele ser de medios y no de resultado (salvo en las cirugías estéticas),
pertenece al ámbito de la culpa y, por ende, de los cuasidelitos. Se cita,
asimismo, una obra referida a la creación de situaciones de peligro, la cual de
nuevo se refiere al peligro creado por simple culpa y no por dolo homicida.
Falta toda prueba, siquiera indicio, que acredite la actuación ex
voluntate occedentis, en el sentido del “conocimiento y voluntad de matar,
sea en forma deliberada o eventual. Dicho dolo consiste en la voluntad libre y
consciente de causar la muerte a una persona o de conducirse, de modo que pueda
causarla con toda probabilidad”3.
La muerte no ocurrió en el quirófano. Cabe colegir, por la irresponsabilidad
penal, que se presentaron complicaciones médicas inevitables. Y por la tesis
punitiva, que la operación fue mal realizada (sea por dolo, que no se presume;
sea por negligencia) y ello causó el deceso sobreviniente; o que hubo una mala
atención postoperatoria. Ninguno de esos hechos quedó determinado con
fehaciencia.
Da la impresión de que no surge de la sentencia ninguna prueba contundente que
permita explayarse en una “exposición clara, lógica y completa de cada uno de
los hechos y circunstancias que se dieren por probados”: art. 342, inc. c),
CPP. Cuando los elementos de juicio “se conceptúan insuficientes para dar la
prueba de la existencia del hecho o de la culpabilidad del imputado, se tiene
el caso de la insuficiencia de pruebas y se aplica en el
momento del juicio la regla in dubio pro reo, ya que en la duda es
preferible la impunidad de un cupable al castigo de un inocente”4.
El derecho penal liberal es fruto del iluminismo5. Antes
de ello reinaba el oscurantismo penal, una de cuyas características consistía
en imputar todo acontecimiento a fuerzas humanas voluntarias. Así, una muerte,
aunque fuera natural, las pestes, los incendios, los naufragios, se debían a la
acción del hombre. Cuando la relación de causalidad no podía establecerse con
rigor, se ideaban causas sobrenaturales. Muchos hechiceros, que desde luego no
eran tales, sucumbieron en las hogueras de las cacerías de brujas.
Esta condena deja acaso dos lecciones de prudencia. Una personal: el afán de
justicia puede hacernos encontrar culpables a toda costa; cuando, por lo
contrario, la justicia y la prudencia imponen que “es mejor que diez culpables
escapen, a que un inocente sufra” (Blackstone). Y otra institucional: el Poder
Ejecutivo, sea el presidente o los ministros, deben evitar pronunciarse o inmiscuirse
de cualquier modo en procesos judiciales en trámite (art. 76 de la
Constitución; salvo que sea en ejercicio de la atribución del art. 32, inc.
13).
Ambas conductas son el mejor homenaje que, en los límites de nuestras
posibilidades, se puede tributar en memoria de alguien tan prudente, tan
mesurado, tan cívico y tan benéfico para la república, como fue Eduardo Frei
Montalva.
* Julio E. Chiappini es abogado penalista y profesor de Alemán Jurídico en
la Universidad Nacional de Rosario, Argentina.
1 María Inés Horvitz Lennon y Julián López Masle, Derecho procesal penal chileno, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2004, t. II, p. 132.
2 La ucronía como “reconstrucción de la historia sobre datos hipotéticos”. Así, por ejemplo, un testigo arriba a la conclusión de que “se trató de un complot del más alto nivel ejecutado por la Dirección de Inteligencia del Ejército de la época”, fundándose en que su movimiento nacionalista popular y la DC planeaban “actuar sincronizadamente para producir un paro nacional que desestabilizara el Gobierno del General Pinochet y como consecuencia las Fuerzas Armadas nombrarían a un nuevo General Gobernante, que en un breve período llamaría a elecciones democráticas y terminaría con la participación de los militares en la política nacional” (fs. 100). La relación de causalidad entre un homicidio y este supuesto plan no puede residir más allá de la fantasía.
3 De nuestra autoría, El sicariato, Leyer, Bogotá, 2018, p. 18.
4 Vincenzo Manzini, Tratado de derecho procesal penal, Ejea, Buenos Aires, 1952, t. III p. 223.
5 Fijemos la fecha, a modo convencional, en 1764, con la publicación de De los delitos y de las penas, de Beccaria.
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