La Falta de Imparcialidad de los Jueces, como causa de un grave quebrantamiento institucional.

Primera Parte.

Resumen: La falta de una imparcialidad absoluta en los Jueces llamados a dirimir un conflicto sometido a su conocimiento jurisdiccional, importa una severa infracción a los principios del debido proceso. El debido proceso es un derecho humano de la más alta categoría y, como tal, es una garantía constitucional establecida para todas las personas. La magistratura que atropella dicha garantía observando o permitiendo observar una conducta jurisdiccional parcial -aún cuando ella se excuse sosteniendo que se trata de investigar y sancionar posibles delitos de lesa humanidad u otra figuras que importen lesión grave a bienes jurídicos de importancia innegable- al actuar de ese modo, con falta de imparcialidad, no son jueces sino verdugos de una venganza que tiene por escondido propósito aplicar la vieja ley del talión. Todo el estado de derecho chileno reposa, en cuanto a la aplicación de sus leyes, en un Poder Judicial que actúe siempre, sin ofrecer dudas, conforme a las normas más esenciales del debido proceso. Desvanecido o desdibujado este principio rector, toda idea de justicia queda reducida a una expresión mínima o nula, en la cual solo puede sobrevivir, a duras penas, la apariencia hipócrita y formal de una justicia aparente pero no real.

La imparcialidad de los jueces es la piedra angular sobre la que reposa el principio del debido proceso judicial, aplicable a toda clase de conflictos sometidos al conocimiento de nuestra administración de justicia.
Cuando esa imparcialidad -esencialmente requerida- se ha perdido o se encuentra severamente dañada, por cualquier motivo serio, objetivo o subjetivo, directo o indirecto, todos los demás elementos que integran el principio del debido proceso no son más que meras formalidades que, aún en los casos en que se encuentren aparentemente cumplidos, solo contribuyen a esconder un vicio sin solución respecto de toda verdadera noción de justicia.
En nuestro ordenamiento constitucional, todas las opiniones coinciden señalando que el principio del debido proceso se encuentra comprendido entre las garantías aseguradas por el artículo 19 numeral 3, más aquellas que emanan de las bases de nuestra institucionalidad y, con más, los tratados internacionales que nuestro Estado ha suscrito, incorporándolos a nuestra legislación interna con plena y directa aplicación de sus disposiciones.
Debe reconocerse, sin embargo, que nuestra actual Constitución padece en este punto de un grave defecto: la redacción que ofrece el actual numeral tercero de la disposición sobre derechos y deberes constitucionales, posee un corto alcance, carente de precisión, que de modo alguno podría conceder satisfacción a la recta doctrina universal sobre el principio del debido proceso.
De hecho, cuanto señala la norma a estos respectos es únicamente lo siguiente: “Toda sentencia de un órgano que ejerza jurisdicción debe fundarse en un proceso previo legalmente tramitado. Corresponderá al legislador establecer siempre las garantías de un procedimiento y una investigación racionales y justos”.
En lo que corresponde al principio de imparcialidad de los jueces como elemento esencial del debido proceso, preciso es considerar, por otra parte, el capítulo de nuestra Constitución dedicado al Poder Judicial y, de un modo especial, aquellas normas que dicen relación con la efectiva separación de los Poderes del Estado. Porque es un hecho cierto y objetivo que, donde no existe una real separación entre los diferentes Poderes, la imparcialidad de los jueces (por grande que sea el empeño que éstos coloquen en el resguardo de sus fueros) se encontrará siempre en situación de permanentes y graves riesgos y peligros.
Entre nosotros -los chilenos- el tema del “debido proceso” se ha incorporado como legislación positiva más en razón del derecho internacional comprometido por nuestro Estado que no en razón de nuestro orden constitucional propiamente nacional.
La doctrina elaborada y la evolución de nuestra jurisprudencia han seguido progresivamente las normas internacionales contenidas en el artículo 26 de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre; en el artículo 14 del Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos; en los artículos 8 y 9 de la Convención Americana de Derechos Humanos (Garantías Judiciales y Principio de legalidad y retroactividad); en cambio, el texto constitucional y la legislación nacional, han permanecido relativamente ajenas a dicha evolución.
Con lejana distancia e irregularidad se ha reconocido en ciertos casos la competencia de la Corte Interamericana para conocer en todos los casos relativos a la protección de los derechos humanos. Nuestra jurisprudencia ha avanzado en cuanto a la aplicación de la Convención Americana de Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica), asumiendo gradualmente las obligaciones contraídas por nuestro Estado en los tratados internacionales de Derechos Humanos incorporados con jerarquía constitucional y de cuya infracción se sigue una responsabilidad internacional del Estado, lo que hasta ahora ha sido una corta y relativa experiencia.
Si, como razonablemente sostiene el Profesor Luis Ortiz Quiroga[1], “la garantía procesal más importante es aquélla que dice relación con el derecho de todos los ciudadanos a la tutela judicial, en el marco de un procedimiento legítimo… porque … sin proceso debido no hay seguridad jurídica, la que implica, de manera irreductiblemente conjunta, la suma de los principios de certeza, legalidad, jerarquía, publicidad e interdicción de la arbitrariedad, única manera de impulsar y cumplir con los valores que persigue toda sociedad civilizada: libertad, igualdad, justicia y orden”… podríamos agregar nosotros que, dentro de dicha garantía, ninguno de sus elementos posee una importancia y trascendencia más significativa que el de la objetiva imparcialidad de los jueces.
En abono de lo anterior puede considerarse lo expresado por Ferrajoli: “la imparcialidad del juzgador puede ser definida como la ausencia de prejuicios o intereses de éste frente al caso que debe decidir, tanto en relación a las partes como a la materia. Es indispensable para que se garantice la ajenidad del juez a los dos intereses contrapuestos…Esta imparcialidad del juez respecto de los fines perseguidos por las partes debe ser tanto personal como institucional”[2]
Roxin, por su parte, lo ha expresado de este modo: “Un juez que no está ya excluido de pleno derecho, puede ser recusado por temor de parcialidad, cuando exista una razón que sea adecuada para justificar la desconfianza sobre su imparcialidad…Para esto no se exige que él realmente sea parcial, antes bien, alcanza con que pueda introducirse la sospecha de ello según una valoración, razonable”.
Gómez Colomer ha escrito: “…la imparcialidad o neutralidad del juzgador se define, precisamente, en relación con la ausencia de conocimientos previos sobre el caso, de manera que la audiencia del debate cumpla sus fines naturales; se observa que un juez que conozca el caso de antemano, es, al menos potencialmente, un juez con prejuicios, sospechoso de parcialidad, interpretación sostenida por varias sentencias de tribunales internacionales”[3] y [4]
Gómez Colomer ha agregado: “la ley no exige certeza, sino temor de parcialidad, señalando que la jurisprudencia alemana ha ido perfilando los casos en que existe temor de parcialidad, dada la amplitud de motivo, fundado normalmente en actitudes personales del Juez durante la práctica de actos procesales, negándolo en otros”.
La separación de la función de investigar y de juzgar ha sido, entre nosotros, una importante contribución al aseguramiento del debido proceso, experimentada hace pocos años, aún cuando todavía subsiste un número determinado de procedimientos sujetos al viejo procedimiento que todos hemos considerado viciado y que afectan, únicamente, a una cierta categoría de personas, sin que los mismos comprometidos por tal aberración hayan formulado mayores reproches. En principio, hoy los fiscales no pueden realizar actos propiamente jurisdiccionales y los jueces no pueden realizar actos de investigación que impliquen el impulso de la persecución penal a cargo del Ministerio Público Fiscal. “Si los jueces sustituyeran de algún modo la actividad propia de los fiscales, se apartarán inmediatamente del conocimiento de la causa”. Pero es claro que la sola separación de funciones procesales no asegura la imparcialidad de los jueces sino desde algunos pocos puntos de vista.
Se ha escrito que la imparcialidad de los jueces debe analizarse desde dos ángulos diferentes: uno objetivo y otro subjetivo. Y Ferrajoli, como se ha citado, establece que la imparcialidad debe ser tanto personal como institucional.
En cuanto al amparo que se debe a toda persona sometida a la justicia, este debe extenderse incluso cuando pueda temerse la parcialidad del juez por hechos objetivos del procedimiento, sin cuestionar la personalidad, la honorabilidad, ni la labor particular del magistrado que se trate; como cuando el análisis de la parcialidad toque a las actitudes o intereses particulares del juzgador con el resultado del pleito.
Un tercer criterio de análisis que, posiblemente, comparte elementos de juicio que emanan a un tiempo de los dos antes señalados, puede efectuarse cuando la imparcialidad de los jueces se encuentra seriamente amenazada por circunstancias objetivas que limitan o condicionan sus conductas por influencias de fuerzas internas o externas que afecten a la administración de justicia, como sucede cuando recae en el poder político (Ejecutivo o Legislativo, en principio Poderes del Estado independientes del Judicial o éste de aquellos) el curso de la carrera profesional de los jueces, sus nombramientos o ascensos, o cuando en forma permanente y sostenida se ejerce sobre ellos, individual o como cuerpo de magistratura, una presión o fuerza de carácter moral que conlleva una sanción de desprestigio, de deshonor injustificado o, aún en casos más extremos, la destitución pública institucional exhibiendo como fundamento para ello sus resoluciones judiciales que el poder político no comparte, o que la “opinión pública” dice repugnar a través de los medios de comunicación social[5]

El temor de parcialidad que el imputado pueda padecer, se encuentra íntimamente vinculado con la labor que el magistrado realiza en el proceso, entendida como sucesión de actos procesales celebrados previo al dictado de la sentencia, y debe diferenciárselo de los reproches personales contra la persona del juez.

Si de alguna manera puede presumirse, por razones legítimas, que el juez genera dudas acerca de su imparcialidad frente al tema a decidir, debe ser apartado de su tratamiento, para preservar la confianza de los ciudadanos y sobre todo del imputado en la administración de justicia, que constituye un pilar del sistema democrático.
“…Podría decirse que para determinar el temor de parcialidad no se requiere una evaluación de los motivos que impulsaron al juez a dictar dichos actos procesales, ni sus fundamentos en el caso individual. Basta con que se hayan dictado estos actos, pues marcan una tendencia de avance del proceso contra el imputado para que quede configurado este temor”.
Parece ser dominante la opinión que vincula la imparcialidad objetiva de los jueces con el hecho de que el juzgador muestre garantías suficientes tendientes a evitar cualquier duda razonable que pueda conducir a presumir su parcialidad frente al caso.
Roxin ha escrito: “En el conjunto de estos preceptos está la idea de que un juez, cuya objetividad en un proceso determinado está puesta en duda, no debe resolver en ese proceso, tanto en interés de las partes como para mantener la confianza en la imparcialidad de la administración de justicia”[6]
La imparcialidad de la administración de justicia es una “garantía operativa vinculante”. Es posible sentar como premisa lo sostenido en el derecho español en el sentido que la trascendencia de la imparcialidad judicial desborda los límites de la legalidad, para ahondar sus raíces en el ámbito constitucional.
De modo que la exacta interpretación de la legalidad debe efectuarse bajo parámetros constitucionales atendiendo a lo previsto en los distintos tratados y acuerdos internacionales ratificados, y, entre nosotros, elevados a dicha jerarquía. Lo que mueve necesariamente a un análisis no tan solo desde el ángulo del control de constitucionalidad sino también de un control de convencionalidad[7]
Destaca Picó i Junoy, sobre la base de lo dispuesto en el artículo 10.2, de la Constitución Española y, especialmente, el Convenio de Roma y la doctrina jurisprudencial del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la importancia que representan las llamadas “normas subconvencionales”.
El artículo 10. 2, de la Constitución Española establece: “…2. Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los Tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”.
El artículo 6.1 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, celebrado en Roma el 4 de noviembre de 1950, establece por su parte lo siguiente: “Toda persona tiene derecho a que su causa sea oída equitativa, públicamente y dentro de un plazo razonable por un Tribunal independiente e imparcial…”
Y es que, ”…bajo el efecto del fenómeno de la constitucionalización, el centro de gravedad del orden jurídico se ha desplazado. Desde el siglo XIX, ese orden tuvo a la ley como eje esencial. A partir de fines del siglo XX, el eje es la Carta Fundamental. Hoy debe, en consecuencia, hablarse de principio de constitucionalidad, porque la Constitución no es ya más un Derecho de preámbulo ni otro de índole política, sino que verdadero Derecho”[8]
Sin embargo (o, sin perjuicio, que no siempre es decir lo mismo) en el curso de los últimos años del siglo XX -con más fuerza extendido aún hacia los primeros del siglo actual- bien puede decirse que dicho centro de gravedad puesto en las Constituciones nacionales, constituidas en ejes de los ordenamientos legales internos de los Estados, por decisión de las propias Constituciones, se ha desplazado desde ellas mismas, más y más, hacia el derecho internacional, especialmente en materias que tocan a los derechos humanos.
“…La garantía de objetividad de la jurisdicción es un principio procesal del estado de derecho que, en la actualidad, se eleva al rango de Ley Fundamental, y “cuya inobservancia es juzgada por las convicciones jurídicas dominantes de un modo especialmente severo”[9]
La garantía de imparcialidad ha sido interpretada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el sentido de que no pueden atribuirse a un mismo órgano las funciones de formular la pretensión penal y la de juzgar acerca de su procedencia, lo cual, en definitiva, impone a los estados el deber de desdoblar la función de perseguir penalmente. De acuerdo con el criterio del tribunal internacional mencionado, se ha señalado que en materia de imparcialidad del tribunal lo decisivo es establecer si, ya desde el punto de vista de las circunstancias externas (objetivas), existen elementos que autoricen a abrigar dudas con relación a la imparcialidad con que debe desempeñarse el juez, con prescindencia de qué es lo que pensaba en su fuero interno, y siguiendo el adagio “justice must not only be done: it must also be seen to be done” (conf. casos “Delcourt vs. Bélgica”, 17/1/1970, serie A, n° 11, párr. 31; “De Cubber vs. Bélgica”, 26/10/1984, serie A, n° 86, párr. 24).
Por su parte, la Corte Interamericana ha sostenido que la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, constituye un parámetro válido para la interpretación de las garantías constitucionales que se hallan biseladas por disposiciones de la Convención Americana sobre Derechos Humanos[10] En todos los casos que fueron llevados ante el Tribunal Europeo, lo que debía determinarse era si el tribunal de juicio -es decir el que había resuelto finalmente la causa- era un órgano sobre el que pesaban sospechas de parcialidad por haber actuado en etapas previas del proceso[11].

[1] Algunas consideraciones sobre el derecho a la defensa en Chile. Luis Ortiz Quiroga, Abogado, Consejero del Colegio de Abogados de Chile. Revista N° 16 del Colegio de Abogados
[2] Ferrajoli, Luigi, Derecho y razón, trad. Ibáñez,Perfecto Andrés, Trotta, Madrid, 1995, pág. 581
[3] GÓMEZ COLOMER, en su traducción posterior a la de MAIER hizo este comentario:“La legislación procesal penal alemana, conoce dos causas de impedimento del ejercicio de la función propia del personal de justicia. GÓMEZ COLOMER, José Luis, El Proceso Penal Alemán. Introducción y normas básicas, BOSCH, Barcelona, 1985.
[4] “(…) Los participantes en el proceso penal pueden, cuando el Juez no esté ya excluido por fuerza de la Ley, lograr el mismo efecto presentando una solicitud de recusación, basada en el temor de parcialidad [parágr. 24, ap. (1) y (2), StPO). Si concurre causa de exclusión y el Juez continua en el ejercicio de su función, pueden los participantes presentar otra solicitud por este motivo [parágr. 24, ap. (1), StPO]. En versión posterior se tradujo el párrafo citado del siguiente modo: “(Recusación del Juez). El juez podrá ser recusado, tanto en los casos en que estuviera excluido del ejercicio del cargo judicial por mandato de la Ley, cuanto por causa del temor de parcialidad. Por causa del temor de parcialidad tendrá lugar la recusación, cuando existiera un motivo que fuera apto para justificar desconfianza hacia la imparcialidad del Juez. El derecho de recusación corresponderá a la Fiscalía, al actor privado y al inculpado. Los nombres de las personas del Tribunal llamadas a participar en la resolución, serán comunicados a los legitimados para recusar, a su exigencia”
[5] Como ha sucedido en Chile en el caso de las numerosas acusaciones constitucionales dirigidas contra Ministros de la Corte Suprema, por “notable abandono de sus deberes”, en las cuales la H. Cámara de Diputados ha debido pronunciarse en razón de las sentencias pronunciadas por dichos magistrados. En 1993, se acusó a los ministros de la Corte Suprema Hernán Cereceda, Lionel Beraud y Germán Valenzuela. En 1996 se acusó a los ministros de la Corte Suprema Eleodoro Ortiz, Enrique Zurita, Guillermo Navas y Hernán Álvarez, libelo que también rechazado en la Cámara de Diputados. En 1997 , contra el entonces presidente de la Corte Suprema Servando Jordán y , poco más tarde, contra el mismo Jordán y los ministros del máximo tribunal Marcos Aburto, Enrique Zurita y Osvaldo Faúndez. En 1998, contra el Ministro Luis Correa Bulo. En 2005 se acusó a los ministros de la Corte Suprema Domingo Kokisch, Eleodoro Ortiz (por segunda vez) y Jorge Rodríguez.
[6] Roxin, Claus, Derecho Procesal Penal, trad. Córdoba, Gabriela y Pastor, Daniel, Editores del Puerto, Bs. As., 2000, pág. 41.
[7] La imparcialidad judicial y sus garantías: la abstención y recusación, Joan Picó i Junoy – J.M. Bosch Editor, 1998.[8] FAVOREU.
[9] “Constitucionalización y teoría del derecho”, por Paolo Comanducci, Conferencia pronunciada en el acto de recepción como académico correspondiente en la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, en 23 de Agosto 2005.(confr. Brusiin, Otto, Ubre Objektivitat der Rechtssprechung, Helsinki, 1949, versión castellana(1966), p. 51)”
[10] Fallos: 318: 2348; 319:2557; 322:1941,entre otros .
[11] Conf. Piersack vs. Bélgica (1982); De Cubber vs. Bélgica (1984); Hauschildt vs. Dinamarca (1989); Jón Kristinsson (1990); Oberschlick (1991); Pfeifer y Plankl vs. Austria (1992); Castillo Algar vs. España (1998); Tierce y otros vs. San Marino (2000) y Kyprianou v. Chipre (2004), entre otros.

  Segunda Parte.

Aspectos para una reflexión en el caso chileno:

Primer aspecto: ¿Cómo y por qué motivo el principio del debido proceso, en toda su proyección y alcances no se encuentra recogido de manera adecuada por nuestra Constitución?
Segundo aspecto: ¿Son o pueden ser en la actualidad, nuestros jueces chilenos, bajo las condiciones legales que regulan el Poder Judicial, verdaderamente imparciales en sus conductas jurisdiccionales?…
Tercer aspecto: ¿Deben o no actualizarse los recursos y las causales de recusación e inhabilitación de nuestros jueces cuando existe el temor de que su imparcialidad se encuentra en estado de dudar?
Cuarto aspecto: ¿Es constitucionalmente lícito que una categoría de chilenos continúe  sometidos a un tipo de procedimiento judicial que, conforme todos los parámetros  jurídicos constitucionales e internacionales ha sido declarado violentamente contrario al principio del debido proceso?

Proyecciones de una tesis:

Son ahora numerosos los casos en los cuales el Poder Ejecutivo y el Legislativo han cercenado indebidamente la carrera de magistrados probos, teniendo en consideración o esgrimiendo como motivos (públicamente) el hecho de que ellos han dictado sentencias que se apartan del soberano parecer de la mayoría de los integrantes de esos poderes.
Cabe advertir que, en esos numerosos casos, las razones invocadas para no dar curso a los legítimos ascensos de los magistrados hacia los Tribunales superiores, se cuentan prácticamente por igual jueces a quienes se atribuye (sospechas que en sí mismas  deben considerarse insultantes e indignas para todo juez) tendencias personales hacia las ideas de izquierda o de derecha.
Más aún, sometida la vida política nacional a un régimen de carácter “binominal”, que no solo se expresa en el sistema electoral, sino en los más variados efectos que un sistema tal debe inevitablemente provocar, la conciencia nacional ha debido observar (en mi concepto personal con crecida preocupación que se expresa en repudio y desprestigio) cómo las designaciones de nuestros jueces ha caído, sucesivamente, en el juego de dos corrientes dominantes que se distribuyen esos nombramientos bajo la regla del todo inaceptable del “uno tú y el otro yo”.
A lo anterior se añade, como hemos recordado, los casos de altos magistrados integrantes de la Corte Suprema que han sido arrastrados por el Congreso Nacional bajo los mecanismos de la acusación constitucional, acusados fundamentalmente por haber dictado sentencias cuyo contenido el poder político no comparte.
Dentro de un cuadro conformado por tales elementos de una realidad indiscutible, cabe preguntarse cuánto podría quedar de imparcialidad objetiva en nuestros jueces. Han de considerarse, bajo este respecto, verdaderos héroes civiles a los jueces que, a pesar de todo, han logrado resistir con dignidad personal a tan injusto régimen de cosas.
Porque cierto es, asentada la verdad de cuánto nos ofrece la actual realidad política  chilena enfrentada al sistema de selección y designación de nuestros jueces (desde los más bajos grados hasta los superiores), que la imparcialidad de los mismos se encuentra en gravísimos peligros, a menos que todos los jueces fuesen, sin excepción, héroes civiles poseídos de un tan alto valer moral personal y dotados de una capacidad de resistencia a la indignidad de tal envergadura, que solo ello garantizara su independencia y su imparcialidad.
Pero los sistemas y órdenes legales no existen ni encuentran su razón de ser en los santos, los héroes ni los mártires (esa élite moral humana escasísima que, en principio, ni siquiera requiere de leyes ni de constituciones escritas para ser y comportarse como tales), sino existen para gobernar realidades y personas de carne y hueso, comunes y corrientes, que requieren de esas leyes y de esos órdenes jurídicos para proteger sus derechos y sus vidas de los abusos indiscriminados y arbitrarios de los más poderosos.
Desde muy antiguo, posiblemente desde los orígenes de nuestra República, el Poder Judicial ha sido el hermano más débil y pobre dentro de los tres que rigen nuestro estado de derecho. Los dos hermanos propiamente políticos -el Ejecutivo y el Legislativo- han disputado entre sí la hegemonía del poder en Chile, creyendo siempre que el Poder Judicial debe encontrarse más o menos a disposición de sus intereses. Realidad fatal para una sociedad desarrollada de personas libres que aspiran a desarrollar sus vidas conforme a los cauces de los principios legales que garantizan la igualdad para todos.
El actual estado de quebrantamiento constitucional que significa el peligro real de pérdida de la imparcialidad e independencia de nuestros jueces, constituye la más grave debilidad de nuestro sistema democrático y, si una reforma constitucional y legal verdaderamente urge en nuestra sociedad, es ésta que ha de consistir en asegurar, por todos los medios, las condiciones objetivas de independencia del Poder Judicial que, en términos absolutos, garantice el principio efectivo de imparcialidad de nuestros jueces.
Para el debido cumplimiento de este propósito, deben promoverse las siguientes reformas específicas:

a. Reforma del numeral tres del artículo 19 de la Constitución Política del Estado, sustituyendo el actual texto por otra norma, de aplicación directa en cuanto ley decisoria, que se ajuste estrictamente a las normas internacionales que recogen el principio del debido proceso con todos sus requisitos y elementos.

b. Reforma del capítulo constitucional relativo al Poder Judicial, de modo que se asegure por sobre todo su real independencia en cuanto Poder del Estado, tanto en lo que corresponde al sistema de designación y promoción de los jueces dentro de una carrera de méritos objetivos que prescinda de los criterios que los jueces puedan haber expresado en la dictación de sus fallos; y, garantice, de otra parte, la independencia económica del Poder Judicial en términos similares a aquella de la cual goza, por ejemplo, el Poder Legislativo.
El sistema de designación y promoción de los integrantes del Poder Judicial es un asunto que debe quedar entregado a sus propias resoluciones internas, con abstención absoluta de los poderes políticos. Lo que en nada obsta a que, dicho sistema de designaciones y promociones, resulte bien reglamentado para que descanse sobre bases objetivas de la más estricta selección.

c. Reforma de las normas sobre “acusaciones constitucionales”, con el propósito de definir con rigurosidad el significado de la causal de destitución basada en la imprecisa noción de “notable abandono de deberes”. Causal que debe ser sustancialmente definida despejando toda duda o vaguedad.

d. Reforma, consecuencia de todo lo anterior, del Código Orgánico de Tribunales  y demás leyes orgánicas atingentes.

Corolario:

Es un hecho objetivo y verdadero que, la actual situación del Poder Judicial, conforme a las disposiciones constitucionales y legales vigentes que lo organizan y regulan, han permitido (y lo permiten cada vez con mayor abuso) el enorme peligro de pérdida del principio de imparcialidad jurisdiccional de los jueces y, con ello, la pérdida o grave daño del principio y garantía del debido proceso en Chile.
Solo una profunda y radical reforma constitucional y legal podrá permitir la superación de este supremo peligro, que atenta contra las bases de nuestra democracia y de nuestro estado de derecho.
Una reforma tal no podrá provenir desde el Poder Político porque, en sí misma, constituirá un cercenamiento decisivo de facultades de estos últimos que, en cuanto a su ejercicio, por años de años y quizás por permisiva reiteración, han escalado desde la posición de malas costumbres políticas a las de vicios en los cuales incurren y han incurrido todas las distintas expresiones políticas que, por turno, han detentado dichas prerrogativas legales.
Una reforma tal, tampoco podrá provenir desde el mismo Poder Judicial porque su propia debilidad en cuanto poder del Estado, y una suerte de resignación tradicional a dicha condición, más el mal entendido apego a la legalidad que lo rige y somete, de hecho le impiden ir más lejos de los periódicos reproches, quejas y manifestación de aspiraciones que nadie parece querer oír en serio.
Una reforma tal, precedida del debate que debe antecederla, debe provenir principalmente de la comunidad jurídica del país, que ha de reclamar y propender, por todos los medios a su alcance (ahora que la voz de la calle comienza a observarse con cierta fuerza respecto de ciertas decisiones), a que la democracia chilena sea puesta al día en un tema de la mayor trascendencia para una sociedad de personas libres y que, sin embargo, no despierta hasta ahora una mayor atención pública.

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