¿Nueva constitución…se justifica y necesita realmente???

La Constitución no era prioridad

José Tomás Hargous Fuentes 

A diferencia de procesos eleccionarios anteriores, en los que la campaña se tomaba nuestras calles y los carteles se volvían incluso molestos para los conductores, a menos de dos semanas de que termine el período legal de campañas, las “palomas” y los volanteos prácticamente han brillado por su ausencia.

Naturalmente, no es que no hayan señaléticas o se repartan folletos, sin embargo, el “ambiente” no llama la atención por dar cuenta de un momento electoral como a los que nos estábamos acostumbrando en los últimos años, desde octubre de 2020 hasta el 4 de septiembre pasado, entre plebiscitos, elecciones municipales, de gobernadores regionales, presidenciales, parlamentarias y primarias.

Al mismo tiempo, cuando uno conversa con gente que no se interesa especialmente por los asuntos públicos, lo normal es que no sepan que se avecina una elección en menos de quince días.

Y es que pareciera que, al contrario de la tozudez de nuestra clase política noviembrista, la gente ya no querría dedicar tanto esfuerzo y quemar tantos cartuchos en cambiar la Constitución cuando hay varias urgencias sociales que deberían ser prioritarias y que hoy ocupan los segundos o terceros lugares de la agenda política: la delincuencia y falta de orden público, el aumento sin control de la migración irregular, el copamiento del sistema sanitario, el debilitamiento del Estado de Derecho o la emergencia educacional pospandemia, eran temas bastante más importantes y urgentes que la cuestión constitucional.

Asimismo, no sólo por el fracaso de la Convención autora del “mamarracho”, sino que por la nula gestión del actual Gobierno, la que ha sido profundamente desmenuzada por Juan Pablo Zúñiga en sus columnas, han terminado por desilusionar a la gente, despertándola del sueño –o pesadilla– del reformismo constitucional para volver a la dura realidad y caer en la cuenta de que el que antes de octubre de 2019 era la “joya de la corona” de América Latina, hoy vive un triste proceso de “bananización”, con un progresivo debilitamiento de las instituciones, un estancamiento económico y un aumento sostenido de la violencia en nuestras calles que están muy lejos de resolverse y que el zafarrancho constituyente no ha hecho si no empeorar.

Los resultados electorales de septiembre pasado, así como las últimas encuestas, no han hecho más que confirmar esa intuición del septiembrismo: la recuperación del orden público, el rescate de las instituciones políticas y sociales y la reactivación económica son las principales prioridades a las que la clase política debería dedicar todos sus esfuerzos, mientras que la cuestión constitucional, aunque posiblemente necesaria, era poco más que un deporte de salón de la élite noviembrista, que persuadió a la ciudadanía de su urgente necesidad, olvidando las verdaderas urgencias sociales. Y es que, después de todo, la Constitución no era prioridad.

¿Qué se juega el 7 de mayo?

Sergio Muñoz Riveros 

La campaña electoral en curso tiene poco o nada que ver con los ajetreos constitucionales. De hecho, los candidatos a los 50 puestos del Consejo Constitucional se esfuerzan por sintonizar con las preocupaciones concretas de la población, en primer lugar la delincuencia, las cuales están lejos de los debates de la Comisión Experta. Así, la elección del 7 de mayo estará condicionada por las urgencias de hoy y constituirá, por lo tanto, un pronunciamiento ciudadano respecto del rumbo que lleva el país y, lógicamente, sobre el gobierno del Presidente Boric.

No se sabe qué cuentas sacaron el mandatario y su coalición para, sin darse un respiro después de la derrota en el plebiscito, haberse embarcado en un nuevo proceso constituyente, que incluía una elección que difícilmente podía serles favorable. Con un mínimo realismo, pudieron haber frenado la compulsión por “el gran cambio” y haber dejado en manos del Congreso el debate constitucional, pero no lo hicieron. Al parecer, fue determinante el deseo de dejar atrás el bochorno sufrido. Primó, sin duda, la voluntad de Boric de tapar la derrota, pero influyó también el empeño del PS y el PPD por dar vuelta una página que no los enorgullecía: el respaldo a un proyecto de Constitución que trozaba a Chile en varias nacionalidades.

El bloque gobernante desdeñó el resultado del plebiscito, en lugar de estudiarlo, menospreció a los votantes del Rechazo, en vez de analizar sus razones. Ello le impidió darse cuenta de que la votación contra el proyecto de Constitución avalado por La Moneda no era circunstancial, sino representativa de un intenso deseo de orden y seguridad, de apego a la democracia, de oposición a los cambios que implican desarticular la vida nacional y, sobre todo, de rechazo a la violencia.

Hoy es más claro el nexo entre la barbarie de 2019 y todo lo que sobrevino. Muchas personas que entonces pudieron confundirse, ahora comprenden la naturaleza antisocial y antidemocrática de la revuelta. Incluso la palabra “octubrismo” ya quedó asociada con el furor destructivo. Gradualmente, se van despejando algunos equívocos. Por ejemplo, no es políticamente gratuito seguir describiendo los actos de bandolerismo y terrorismo en La Araucanía como expresiones de un supuesto conflicto entre el Estado chileno y el pueblo mapuche, como sostenían con ardor numerosos parlamentarios izquierdistas que hoy ponen cara de inocentes.

Muchos de los desatinos de los partidos oficialistas se explican porque les ha costado reconocer el país real. No era el de octubre de 2019, cuando creyeron que el fuego alumbraba el porvenir; ni tampoco el de julio de 2020, cuando la euforia refundacional estremecía a la Convención; ni siquiera el de diciembre de 2021, cuando Boric ganó la segunda vuelta, y se imaginaron un viraje histórico. Pensaron equivocadamente que Chile había cambiado de tal manera que ellos serían, sin discusión, los controladores del futuro. Está a la vista que, por lo menos hoy, no controlan gran cosa.

La última elección que permitió medir la gravitación de los partidos fue la parlamentaria de noviembre de 2021, efectuada junto a la primera vuelta presidencial. Pero aquellos resultados sirven ligeramente de referencia si se considera cuántas cosas han pasado en un año y medio, entre ellas, ver a Boric ejerciendo la Presidencia, el triunfo del Rechazo, el rumbo errático del Gobierno, el incremento de los delitos violentos, la crisis de la inmigración ilegal, los indultos presidenciales, los asesinatos de carabineros y mucho más. Demasiado, sin duda.

Si el 7 de mayo hubiera una elección parlamentaria, surgirían un Senado y una Cámara con una composición mucho más desventajosa para el oficialismo. Se han acumulado los motivos de malestar y descontento y, por lo tanto, puede prender en ciertos sectores el “voto protesta”. Como es obvio, un mal resultado puede complicar todavía más la gestión del Gobierno, además de agudizar los antagonismos en su seno. Es probable que, en tal caso, el PS y el PPD se vean obligados a reflexionar acerca de cómo visualizan su propio futuro.

Es posible que la elección influya fuertemente en las tendencias que predominarán en los próximos años. En todo caso, el país tiene que enfrentar los desafíos de esta hora, y el primero es la seguridad pública. El Estado debe poner en tensión todas sus fuerzas para dar una respuesta contundente a las bandas criminales. Nada es más importante que sostener la legalidad y proteger a la población. No puede haber vacilaciones al respecto.

¿Quiere decir, entonces, que los electores se enfrentarán el domingo 7 a una especie de nuevo plebiscito? Es difícil verlo de otra manera.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio el martes 18 de abril de 2023.

 

Una vez más

Gonzalo Rojas Sánchez 

Se han ido conociendo ya las argucias que están usando algunos expertos de las izquierdas para deshacer los acuerdos a los que habían concurrido en la primera fase de trabajo de la Comisión.

A estas alturas, ya no resulta comprensible que cada vez que esto sucede haya personas que se vean sorprendidas por la doblez de los marxistas. Es cierto que algunos expertos nombrados por la oposición –debido a su falta de experiencia y a su hombría de bien– se sienten descolocados ante las emergentes pillerías de los gobiernistas, pero lo importante es que en cuanto perciban esa innoble actitud, se pongan en guardia atenta y no vayan a incurrir en una segunda entrega de confianza a quienes no la merecen.

¿Por qué pasa que personas de alta cualificación intelectual y moral caen en la ingenuidad de pensar que se puede confiar en las izquierdas?

Primero, porque desde su propio noble comportamiento, la disposición obvia respecto de los demás es a pensar que todo el mundo puede y debe comportarse con honradez. Sí, todo el mundo puede y debe, pero el marxismo es de tal modo perturbador de la naturaleza humana que, mientras se permanece capturado por ese reduccionismo ideológico, las facultades morales se oscurecen y se está dispuesto, simplemente, a hacer todo lo que sea conveniente para la revolución.

Quienes desde su mejor buena voluntad piensan que ‘esta vez sí’ habrá izquierdistas que se comporten honradamente, se dignifican a sí mismos en su buena aproximación a los demás, pero yerran en cuanto a la posibilidad de que efectivamente la contraparte se comporte del modo que ellos lo esperan.

La segunda razón es la falta de formación histórica específica sobre el maquiavelismo de los marxistas. O, quizás, bastaría con decir, sobre ‘el marxismo de los marxistas’. Los 120 años de actuación de los partidos bolcheviques, comunistas y de todos sus sucedáneos, demuestran fehacientemente que jamás se puede confiar un ápice en ellos. Pero eso hay que saberlo, hay que conocerlo con cierto grado de detalle.

¡Cuanta falta hace una buena formación histórica de nuestros políticos y actores cívicos!

 

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