Septiembre, la patria
Septiembre, la patria
COLUMNA DE OPINIÓN DE ALEJANDRO SAN FRANCISCO
Amar a la patria no significa desconocer sus problemas y los dolores de la gente, sino tener la conciencia de que ni los errores ni los problemas nos pueden llevar a minusvalorar a nuestro país o a caer en la desesperanza (…). No se ama a la patria porque sea grande o poderosa, sino porque es la patria, razón suficiente para nuestros desvelos y acción.
Esta columna es presentada por UNAB
Una vez más los chilenos volvemos a encontrarnos en torno al 18 de septiembre, la fecha de las Fiestas Patrias desde hace un par de siglos. Para esta conmemoración tienden a desaparecer las diferencias y se postergan las divisiones, en tanto la bandera nacional parece ser nuestro único emblema, aquel que aprendimos a conocer y a querer desde niños.
La celebración se ha preparado en los lugares más diversos: escuelas, oficinas y hospitales; ha sido parte del trabajo de las municipalidades y de los fonderos; las familias se organizan y muchas veces vuelven a reunirse, aprovechando el fin de semana largo. Se pide por la patria en las misas y oficios religiosos, en los programas de radio y televisión, los niños bailan en sus establecimientos educacionales y los padres miran orgullosos esa tradición. En otras palabras, Chile se vuelve a convertir en un país que es necesario celebrar, al cual hay que agradecer, por el cual hay que pedir y con el cual debemos comprometer nuestros mejores esfuerzos.
La patria se ha ido formando a través del esfuerzo de diferentes generaciones, de millones de personas y de una trayectoria que ciertamente excede los marcos del Chile republicano, pues incluye el esfuerzo realizado en los siglos anteriores, cuando ya existía “el orto del patriotismo”, como lo llamó Néstor Meza Villalobos en La conciencia política chilena durante la monarquía. No se trata simplemente de definiciones oficiales o de actos de gobierno, sino que hay un esfuerzo amplio de la sociedad en su conjunto, que han ido estableciendo las bases del progreso nacional.
No se puede hacer una relación completa de quienes han sido los precursores y de quienes han permitido consolidar a Chile en el tiempo –ni tampoco de cómo lo han hecho ni en qué circunstancias–, pero sin duda un lugar principal deben ocuparlo las madres, que han dado vida; a los gobernantes y servidores públicos; los mineros, agricultores y comerciantes; las Fuerzas Armadas y a Carabineros; los académicos, profesores y estudiantes; los artistas, choferes, el personal médico; los empresarios y tantas otras personas de Santiago y de regiones, que han labrado una trayectoria con logros, problemas y fracasos. Eso ha sido Chile a través del tiempo, eso somos en la actualidad y existe la vocación y el deber de seguir siendo en el futuro.
En el siglo XIX el sentimiento patriótico y la identidad nacional se fortalecieron, por la acción del Estado, por las guerras, por las fiestas patrias, los emblemas, la prensa, la música y la educación, entre muchos otros factores que contribuyeron a dar vida a una nación con conciencia de su individualidad y sentido de futuro. A diferencia de los primeros cien años de vida republicana, es muy probable que durante nuestras vidas y hacia el futuro en general no vayamos a la guerra, no tengamos que enfrentar adversarios internacionales ni debamos morir por Chile, como lo hicieron nuestros antepasados. Eso no debe excusar el compromiso decidido e inclaudicable que debemos tener con Chile y su destino, cada cual en su sitio y con su respectiva vocación.
Amar a la patria no significa desconocer sus problemas y los dolores de la gente, sino tener la conciencia de que ni los errores ni los problemas nos pueden llevar a minusvalorar a nuestro país o a caer en la desesperanza. Si miramos la historia, de inmediato es posible advertir que han existido épocas de gran progreso, que se combinan con otras de mediocridad o incluso decadencia. Sin embargo, como ya advertían los clásicos, no se ama a la patria porque sea grande o poderosa, sino porque es la patria, razón suficiente para nuestros desvelos y acción.
De hecho, una rápida mirada por nuestro presente nos lleva a preocuparnos, a pensar que hay cosas que no pueden continuar así, a sentir que hubo un tiempo en que Chile iba a paso más decidido hacia el desarrollado y no estaba sumido en fórmulas propias del fracaso y la mediocridad. No se trata solo de recordar los años del crecimiento económico como si este fuera una finalidad digna de ser mantenida o un mero problema de números. El gran problema para una sociedad como la chilena es que cuando el país no crece o las políticas públicas son torpes, a la larga la gente vive peor, y el resultado afecta especialmente a los más pobres.
No es casualidad, en medio de las teorías refundacionales y la marea revolucionaria que sacudió al país en 2019, que Chile tenga ciertos índices sociales en una clara dirección negativa, incluso que el patriotismo haya tenido momentos de zozobra. Hoy resultan evidentes algunos números que deberían preocuparnos y movernos a la acción: hay una deserción escolar mayor que en el pasado, las oportunidades de trabajo y de mejores salarios decrecen, aumentan considerablemente las familias viviendo en campamentos, la pobreza no muestra índices relevantes de reducción y la situación podría ser exactamente al revés, ante el deterioro de la economía. Para qué detenernos en las listas de espera en los hospitales, los resultados del aprendizaje escolar o el deterioro de la calidad de vida producto de la delincuencia y la inseguridad social.
Si bien todo eso es verdad, también es cierto que Chile ha estado lleno de problemas en otros momentos de su historia y ha logrado salir adelante. No obstante, la recuperación y el crecimiento no llegan por suerte, sino que tienen su origen en mucho trabajo, en decisiones adecuadas, en sacrificios de la población, austeridad de los gobernantes, en la acción decidida de las autoridades y la colaboración de diferentes sectores sociales. En la vida no hay atajos y en el progreso de las sociedades tampoco.
En su hermoso ensayo titulado “Por la fidelidad a la esperanza”, Jaime Eyzaguirre sostenía que la tradición chilena se había forjado “en cuatro siglos de breve pero digna historia”. Cuando ya nos vamos acercando a los cinco siglos, podemos recordar con él que “hay que defender la herencia recibida, pero no guardarla como reliquia sino esgrimirla como arma de combate en la lucha por nuevas creaciones”. El futuro está abierto y nos pertenece: la grandeza de Chile depende de cuanto seamos capaces de hacer y sacrificarnos por una patria mejor.
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