Ser memorioso

Jaime Antúnez: “…La memoria es como un orvallo que cae del cielo y limpia las locuras del alma, o bien propende al infierno….”.

La recomendación de usar sabiamente la memoria, un legado del sentido común, a nosotros nos llega con esta expresión: “ser memorioso”, acuñada y desarrollada por nuestros vecinos Borges y Bergoglio. El consejo es importante, pues la memoria puede enriquecer la cultura o derivar a la pura ideología, atrapar el espíritu en un resentimiento destructor o liberar el alma de todos sus demonios. Ejemplos hay múltiples.

Impresiona de inicio la frase inscrita en el doble muro exterior del Memorial de Caen, levantado allí en recuerdo del desembarco de Normandía, y que guarda la memoria europea desde 1918 hasta la Guerra Fría, lugar donde también se dan cita para conmemoraciones importantes gobernantes de derechas e izquierdas, franceses, alemanes, rusos, angloamericanos y otros: “El dolor me quebró, la fraternidad me irguió, de mi herida brotó un río de libertad”. Dice lo que siente quien visita ese Memorial.

En un contexto distinto, similar impresión producen hechos y monumentos que expresan los dolores de un pueblo muy sufrido como el de la República de Georgia. Algunos kilómetros al norte de Tiflis, su capital, se encuentra Gori, la ciudad natal de Iósif Vissariónovich Chugachvili, conocido como Josef Stalin. Se ha hecho justicia a la historia bajando del centro de esa ciudad la estatua de 10 metros del dictador, pero se ha conservado intacto y en todo su arcaico “esplendor soviético” el museo que lleva su nombre y que guarda de forma especial la pequeña casa en que Stalin vivió su infancia. Ese espléndido arcaísmo tiene a estas alturas un inevitable aire naif , pero ayuda al investigador y sirve al visitante común en aquella inteligencia que incumbe a la memoria.

En Tiflis se conoce el Museo Nacional de Georgia, que abriga un increíble tesoro, el cual en los años veinte, antes de la invasión del país ordenada por Lenin, logró rescatar a través del Mar Negro y depositar en Marsella, en 39 inmensos cajones, Ekvtime Takaishvili. Este sabio personaje, vinculado a la República georgiana -hoy canonizado por la Iglesia ortodoxa-, conservó en diversos bancos de Francia dicho conjunto, con piezas de orfebrería sorprendentemente bellas del cuarto milenio a. de C. y con una cantidad maravillosa de obras que dan testimonio de una cristiandad que se inicia en esa tierra en el siglo IV. No obstante la más absoluta pobreza vivida por él y sus compañeros durante el exilio en Francia, Ekvtime Takaishvili rechazó siempre las fuertes presiones de los museos occidentales para adquirir parte de ese “memorioso” tesoro, hasta conseguir que De Gaulle pactara con Stalin la devolución del mismo al pueblo georgiano.

Su exposición se hace presente hoy en un museo moderno que abarca hasta la historia contemporánea de aquella nación, y que nos enseña Mariana Machavariani, una mujer que nació en 1950 y que caracteriza perfectamente el tipo tradicional de esa cultura.

Antes de acometer la visita, nos ha recordado con simpatía y sencillez su infancia, que vivió los años de la desestalinización en la calle nombrada entonces Plejamov (teórico de la propaganda marxista), rebautizada en memoria del más grande de los gobernantes de Georgia, David IV el Constructor (s. XI), lugar donde, entre tanto, todas la librerías han sido ahora reemplazadas por tiendas de moda, y el cine, de hermoso frontis art nouveau, transformado en un mall de baratijas. Por ahí, en algún patio interior, quedan no obstante restos de las típicas “casas tiblisianas”, con sus bellos balcones labrados, pero abandonados y derruidos, exactamente donde estaba la pequeña residencia que tenían los padres de Machavariani.

Luego de ser tocados en el Museo Nacional de Georgia por la milenaria belleza salvada de las manos de los soviéticos, nuestra anfitriona nos invita a subir al piso cuatro, donde se hace memoria de los 68 años de ocupación de esa nación por la URSS. En el trayecto se ríe de cuando fue llamada a oficiar de traductora en un encuentro de Luis Corvalán con Shevernadze, en los años setenta, tiempos en que este debía cumplir el encargo de Moscú de velar en su patria por la ortodoxia comunista. Llegados arriba, damos con esa oscuridad de la memoria del siglo XX que buscamos, interesante en todos sus detalles y de elocuencia no menor que la de Caen. Las cifras hablan por sí solas: entre 1921 y 1941 fueron fusiladas 200 mil personas y 200 mil deportadas (Georgia tenía entonces cuatro millones de habitantes); entre 1942 y 1952, fusilados cinco mil y deportados 190 mil. Una placa, que encabeza el nombre del obispo Piros, guarda el de cada uno de los 83 religiosos asesinados que han podido identificarse. Refiriéndose a esa parte del museo, nuestra anfitriona nos dice, sin embargo: “Aquí no hay ningún odio”, palabras que resuenan en conformidad con lo que presenciamos.

La memoria -nos quedamos pensando- es como un orvallo que cae del cielo y limpia las locuras del alma, o bien propende al infierno. Las discusiones sobre la memoria que en Chile enervan los espíritus nos dan la idea, tienen más de Chugachvili que de Takaishvili y Machavariani…

Jaime Antúnez Aldunate
De la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales, Instituto de Chile

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