Para
muchos, el 18 de octubre marcó el despuntar de una nueva primavera, donde
florecerá un país más justo, equitativo y fraternal. Querría estar equivocado,
pero me temo que las cosas no son tan sencillas.
Comencemos por lo más evidente, aunque parece ser un hecho solo reconocido por
la derecha dura. El 18 de octubre, Chile sufrió una especie de derrota militar,
cuyos resultados en términos de destrucción de las redes de transporte, del
abastecimiento de la población menos favorecida y de inseguridad social
recuerdan al los que experimenta una ciudad después de un asedio bélico.
A la derrota de seguridad pública se le sumó un movimiento social. Este incluye
elementos muy variados, algunos de gran legitimidad, pero a ratos asume muchas
características típicas de una revolución burguesa, en la medida en que
pareciera reemplazar unos privilegiados por otros.
No nos engañemos: más allá del rechazo a ciertas multas poco razonables,
movimientos como el “No+Tag” (cuyo letrero portaba esta semana el parabrisas
trasero de uno de los mejores 4×4 que he visto en mi vida) no son fenómenos
típicos de niños del Sename, de jubilados paupérrimos o de pobladores de
campamentos marginales.
Además, hemos asistido a una violación sistemática de los derechos humanos y no
solo por parte de un determinado número de carabineros procesados. Se han
violado innumerables artículos de la Declaración Universal, desde la propiedad
hasta la prohibición de tratos degradantes (“el que baila, pasa”) y la libertad
de circulación (Arts. 5, 8, 13, 17, 18, 23, 26, etc.). Las víctimas son
ciudadanos corrientes, pero con la teoría de que solo el Estado puede
transgredir tales derechos, esas violaciones permanecen desatendidas.
Sorprendente: ¿será que la trata de personas no constituye lesión de los
derechos humanos, ya que es realizada por privados?
Espero equivocarme, pero además se viene una grave cesantía. Tenemos por
delante no una primavera, sino un largo y duro invierno. Aunque se han abierto
algunas oportunidades, somos más pobres, menos libres y tenemos una política
sometida a presiones difícilmente manejables.
Dado estos antecedentes: ¿qué podemos hacer? Dedicarse a maldecir a los
encapuchados, a los anarquistas y a los otros amantes de la violencia no parece
ser una actitud muy productiva.
Lo primero es que debemos sacar lecciones de estos desastres. Que no nos suceda
como con la Unidad Popular. Fue un experimento disparatado, pero nuestra élites
se conformaron con pensar que todo lo que vivió Chile en esos años era solo
fruto de la acción del marxismo. Cuando llegaron los militares y “salvaron al
país” muchos se quedaron tranquilos y se recluyeron en su mundo particular.
Casi nadie se preguntó: “¿qué hemos hecho mal?”, “¿por qué tantos chilenos
votaron por Allende y le dieron su apoyo incluso en medio del desabastecimiento
y la inseguridad?” (42% en las parlamentarias de marzo de 1973). Quien no
advierte la necesidad de corregir ciertas conductas del pasado no debería
sorprenderse de que las protestas y el clima de incertidumbre se mantengan,
aunque eso signifique destrozar a las pymes, asustar a los inversionistas e
hipotecar nuestro futuro institucional. No se puede redactar una Constitución
razonable en un buque agitado por la tormenta.
También hay que evitar la mentalidad de “sálvese quien pueda”. No se trata de
salvarnos nosotros, sino a la república. Un ejemplo: la reacción más natural de
un empresario ante una situación de crisis como la actual será disminuir gastos
al máximo. Y la vía más fácil es despedir gente. Otro tanto sucede con las
inversiones futuras: ¿qué sentido tiene correr riesgos si un porcentaje de
chilenos quiere refundar el país, no tiene la menor idea de la importancia de
los empresarios para el bien común y hay otros países que los recibirían con
los brazos abiertos?
La lógica estrictamente económica indica que, en esas circunstancias, hay que
despedir gente y suspender las inversiones: cada uno soluciona su problema,
pero se lo endosa al país. Además, quienes pierdan su trabajo o experimenten
las amargas consecuencias de la crisis no caerán en la dura realidad ni dirán:
“parece que fuimos demasiado lejos”. Los matinales y las redes sociales culparán
al Gobierno, al neoliberalismo, a los empresarios o a quien sea. Si se sigue la
lógica individualista, ya no habrá que corregir el modelo porque no habrá
modelo para corregir.
Una situación como esta no se resuelve con la lógica de las calculadoras, sino con
la de Arturo Prat. Aunque no podemos obligar a los empresarios, sí cabe
pedirles que hagan lo contrario de la imagen caricaturesca que existe de ellos,
exhortarlos a que no despidan gente (a menos que sea imprescindible para que no
quiebre una empresa) y que vuelvan a confiar en su país cuando parece una
locura hacerlo. ¿Estamos pidiendo a los empresarios que sean heroicos? Sí. Pero
si alguno se atreve a decir: “el que sea valiente, que me siga”, es posible que
encuentre a otros héroes en el camino.
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