Nuestros
poderes del Estado no están de acuerdo acerca de qué Venezuela debería ser
invitada a la cuenta presidencial, porque hay dos y están enfrentadas a muerte.
Para el presidente del Senado, la representante de Guaidó y de la casi
totalidad de los trescientos mil connacionales suyos que viven en Chile,
simplemente no existe.
“Todo se arreglaría con un golpe de Estado en Caracas”, dicen
numerosos venezolanos y repiten en voz baja bastantes chilenos; pero las
posibilidades no parecen muchas y Guaidó sigue vagando como alma en pena.
Las razones de la ausencia de ese golpe parecen sencillas a primera vista: los
chavistas aprendieron del caso chileno y saben que hay que tener bajo control a
las Fuerzas Armadas. Lo vio Carlos Altamirano en su tiempo, quien tenía claro
que el futuro de la Unidad Popular exigía alinear a los militares con la
revolución socialista. Ese era el Altamirano fiero, no el hombre que murió esta
semana, el que reconocía haberse equivocado.
Otros piensan que los militares son apenas unos títeres de fuerzas más
poderosas (EE.UU., Rusia, China y Cuba) y que la decisión final no depende de
ellos.
Las explicaciones, en principio, parecen perfectas: no hay golpe porque eso lo
deciden otros o porque Maduro se compró a las FF. AA.; los militares viven como
reyes mientras el pueblo se muere de hambre. Además, él controla la judicatura
y tiene a su país militarmente ocupado por Cuba. Esto explica en parte la
brutalidad de su represión, que difícilmente la ejercerían unos venezolanos
chavistas sobre sus compatriotas.
Sin embargo, esos razonamientos presentan una debilidad. Suponen que los 250
mil uniformados venezolanos son todos unos corruptos o débiles, y que apenas
hay un par de patriotas en ese mundo castrense. ¿No habrá una explicación
distinta o al menos complementaria de las anteriores?
Es verdad que Chávez y Cuba aprendieron del ejemplo chileno de 1973, pero
también nuestro caso actual tiene enseñanzas interesantes que ofrecer; no a
Maduro, sino a los militares venezolanos. Se
trata de unas lecciones amargas, capaces de disuadir al militar más patriota de
intentar esa aventura golpista que muchos proponen.
No cabe negar que en Venezuela hay hambre, tortura, desabastecimiento,
inseguridad, carencia de medicinas básicas, represión a los disidentes,
desnutrición infantil creciente, violación de la Constitución y falta de
libertad. Además, casi todos los gobiernos democráticos han desconocido la
legitimidad del régimen de Maduro. Pero los numerosos soldados y asesores cubanos
que están instalados en ese país son cosa seria, y además, el gobierno cuenta
con una Milicia Bolivariana numerosa y violenta.
Si los militares intentan tomar el poder
habrá tiroteos, muertos y abusos, tanto por exceso de fuerza, como en todo golpe
de Estado. Por otra parte, no se desarma de un día para otro la burocracia
chavista que ocupa el aparato estatal ni resulta hacerlo con guante blanco. Así
las cosas, habrá miles de exonerados y exiliados. Cabe la posibilidad de que el
golpe sea exitoso y que Venezuela retorne a la normalidad, pero será un proceso
de años. Entretanto, vendrá una nueva generación, que no vivió esa historia y
la juzgará con otros esquemas mentales.
Los juristas desarrollarán sus teorías y todo será visto como una cuidadosa operación
de exterminio, hasta el chofer
veinteañero que conducía un jeep será acusado de genocidio, como sucedió en
Chile.
Los que hoy llaman “gallinas” a los militares, mañana estarán dedicados a
enriquecerse y mirarán para otro lado. Es posible que subsistan núcleos de
violencia chavista y muchos pedirán “mano dura”, como una vez lo hicimos
nosotros, que “solo queríamos un poco de orden”. Hoy decimos que no tenemos
responsabilidad por lo que pasó en Chile, como tampoco la izquierda. Los
civiles de uno y otro lado decimos: “Lo siento, yo quería otra cosa”.
Los militares venezolanos no son corruptos ni cobardes; no, al menos, la
mayoría de ellos; incluso es posible que haya en sus filas muchísimos
patriotas. ¿Por qué, entonces, no hay golpe? Porque hasta ahora no existe un
número suficiente de ingenuos que lo intenten cuando saben lo que les sucederá
dentro de unos años.
En efecto, un penal en la isla Margarita
para los responsables de esos crímenes servirá para limpiar la conciencia del
resto de la sociedad, como en nuestro Punta Peuco. Ellos representarán la
quinta esencia del mal, mientras miles de venezolanos habrán vuelto al país y
no querrán oír hablar de esos parias. Así lo dirán las encuestas, ese curioso
mecanismo que fuerza a los gobiernos a confinar esos fantasmas que nos
recuerden que una vez dijimos: “Golpe queremos”. Venezuela está como Chile hace
46 años, pero su caso podría ayudarnos a entender que las cosas son más
complejas de lo que pensábamos Altamirano y muchos de nosotros el 10 de septiembre
de 1973. Sus militares lo saben y por eso no quieren dar ese doloroso
paso.
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