Por Cristián Labbé Galilea
Esta semana salieron a la palestra los señores parlamentarios: sus quehaceres
legislativos, sus beneficios y sus tejemanejes. Ello a raíz de la cuenta
pública que rindieron los Presidentes del Senado y de la Cámara de Diputados.
Según comentó alguien, “era como oír una melodía, sonaba maravilloso… Su
trabajo, una sinfonía perfecta, ejemplar, tanto así que después de escucharla
era válido preguntarse: ¿por qué resulta incomprendida una labor tan
encomiable, tan patriótica, tan republicana, de parte de esta pléyade de
servidores públicos? ¡Qué ingrata es la vida, qué injusta la comunidad!”.
En su ironía, este comentario daba cuenta de la negativa percepción que la
opinión pública tiene de los parlamentarios. Porque en eso, sin duda, la gran
mayoría estima que la labor legislativa en nuestro país dista mucho de ser
ejemplar.
El gobierno lo tiene claro y por eso, ni tonto ni perezoso, siguiendo su
política de hacerle caso a las encuestas, ha insistido en reducir el número de
congresistas, acabar con sus fueros y ajustar sus remuneraciones. Para nadie
son un misterio los millonarios sueldos que reciben senadores y diputados, pero
poco se sabe de los miles de millones que les cuesta a todos los ciudadanos
mantener un congreso con altos niveles tecnológicos, una plantilla de
funcionarios gigantesca e incontables beneficios que nadie controla, y que sin
embargo termina exhibiendo una marcada ineficiencia y una tremenda
desprolijidad a la hora de legislar.
Por más que la cuenta pública de los presidentes de ambas cámaras haya dicho lo
contrario y mostrado un mundo de ensueños, existe total concordancia en que los
parlamentarios –en general- están desconectados de la realidad y alejados de
los problemas reales del ciudadano común. Amén de la dudosa idoneidad de muchos
de ellos, reflejada en leyes que deben ser modificadas o aclaradas al día
siguiente de su promulgación.
Los parlamentarios eluden el debate de fondo, y hasta quizá se mofan, cuando
justifican el número de senadores y diputados argumentando que “ello no tiene
precio porque refleja la rica diversidad humana y política de nuestra sociedad”
(diputado Iván Flores), o cuando excusan su inoperancia y la calidad de las
leyes alegando “todos sabemos que no es fácil gobernar” (senador Jaime
Quintana).
Se preguntaba a viva voz un desencantado contertulio: “¿Cómo va ser tan difícil
que las autoridades políticas asuman, de una vez por todas, que la prioridad de
la gente son los temas relacionados con la salud, la educación, el orden y la
seguridad, el empleo, el crecimiento, y que los temas asociados a la ley del
cobre, a la reducción de la jornada laboral y otros por el estilo, caen en un
segundo plano?”
Pocos habían escuchado la cuenta pública en cuestión, pero todos estaban
contestes en que había que perseverar: se le debe poner coto a las prebendas de
los parlamentarios, hay que limitar sus reelecciones, acabar con sus fueros… y
dedicar esos recursos a temas sociales (Compin, Sename, Fonasa, etcétera),
porque como alguien dijo: “no hay más cura para los caradura… que ponerle
cerradura a la frescura”.
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