Democracia y museo: difícil vínculo

Por Gonzalo Rojas Sánchez
La idea de un museo de la democracia es pintoresca. En todo caso, es mucho mejor que la realidad del actual Museo de la Memoria, que es grotesca.

El proyecto es pintoresco -o sea, mitad agradable y mitad extravagante-, ya que trata a la democracia como un objeto acotado, como si fuera “una cosa” que pudiese ser reducida a textos y objetos dignos de exhibición.

Si la idea prosperara, por cierto se podrían seleccionar documentos, fotografías, videos y recuerdos físicos para colocarlos en diversos espacios, pero ¿esa colección, por muy extensa que fuese, podría ser considerada algo así como un museo de la democracia?

Lo primero que se preguntaría el visitante es si se debe comenzar en 1988. ¿No hubo democracia antes en Chile?, sería lo que obviamente se plantearía cualquier observador interesado.

Sin duda, este va a ser el principal problema para la comisión de historiadores convocados a darle forma al proyecto. Si de verdad los consultados fuesen historiadores -y no simples colaboradores de una candidatura-, tendrán que aconsejar al autor de la idea que el museo debe contener piezas muy anteriores a 1988. Sería inaudito que hubiera quienes, desde la disciplina histórica, no le recordaran a Piñera y a Larroulet que es imposible entender la democracia chilena y su crisis si los visitantes de su museo no pudiesen leer las cartas cruzadas entre Allende y la Corte Suprema, el proyecto marxista de control de las conciencias, llamado ENU; la declaración de la Cámara de Diputados de agosto de 1973 que señaló los rasgos totalitarios de la UP, y, en fin, los textos de Eduardo Frei y Patricio Aylwin justificando el pronunciamiento del 11 de septiembre de 1973.

Un historiador puede ser piñerista, está en todo su derecho; pero lo que no resultaría honrado es que pretendiese sugerir que la democracia chilena comenzó en 1990. Simplemente no resultaría aceptable que se quisiera olvidar la gravísima crisis de nuestro sistema democrático antes de 1973, tratando de ocultar así el imprescindible derrocamiento del ilegítimo gobierno de Allende, suceso del todo incómodo para Piñera y su gente.

Incluso si los historiadores lograran montar un enfoque integral hacia el pasado -cosa improbable, porque el propósito del museo no es la verdad histórica, sino la suma de adhesiones para la campaña electoral-, seguiría pendiente un segundo problema: ¿Qué aspectos del período que va entre 1988 y el presente, por incómodos que resulten para el piñerismo, deberían quedar de todas maneras incluidos en el museo?

Las fotos y los videos del cambio de mando de marzo de 1990 debieran mostrar al Presidente Pinochet despojándose de la banda presidencial y al Presidente Aylwin terciándose la suya, en perfecta transición. Qué incómodo, ¿no? Y para entender ese momento, es lógico que los historiadores sugieran que debe quedar consignado el discurso de Chacarillas de 1977, un ejemplar original de la Constitución de 1980, la aceptación del triunfo del No en octubre de 1988 y la posterior participación senatorial de Pinochet, una vez terminado su período en la Comandancia en Jefe. Se trata de historia de la democracia, ¿no?

No menos complicados van a ser temas como el tratamiento del asesinato de Jaime Guzmán y la fuga de los principales implicados en ese crimen. Y ¿se explicará el sistema binominal por el cual la democracia chilena fue estable hasta la retroexcavadora? ¿Y quedarán a la vista los camiones calcinados en La Araucanía, las fotos de niños muertos en el Sename, las listas de espera en los hospitales públicos y las caras de los usuarios del Transantiago captadas de madrugada en un paradero?

Quizás el candidato ha cometido un error no forzado.

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