Responsabilidad política e interacción civil militar

Las decisiones complejas en materia de defensa tienen la particularidad de combinar, en su etapa de análisis o como proyecto, dos tipos de visiones que en ocasiones pueden no coincidir, en especial, cuando se trata del  empleo de una fuerza militar en tareas de orden interior. De hecho, la sensibilidad y  complejidad de este tipo de tareas hace que normalmente sean consideradas excepcionales y, como tales, dentro de un marco jurídico especial.

Y es que por muy bien intencionado y bien pensado sea  el propósito que se busca alcanzar desde una perspectiva política,  la concepción militar no  puede dejar de tener en cuenta la realidad de los frentes donde se van a emplear las fuerzas. Rupert Smith, general británico, con amplia experiencia en distintos tipos de conflicto, ha enseñado que lo más difícil en el uso de la fuerza es hacerlo en medio de la población. Desde lo militar, no sólo se deben limitar al máximo los efectos colaterales y asegurar el logro del propósito fijado con el mínimo de bajas, sino que también es imperativo evitar deteriorar la capacidad de disuasión de la fuerza militar, sin la cual pierde sentido su empleo.

Por eso, en el ámbito de la defensa, cuando se trata del empleo de la fuerza, es indispensable que en la toma de decisiones se genere una integración de la visión y determinación de propósitos de la autoridad política, con el conocimiento especializado que poseen los institutos armados, lo que no significa poner en duda o alterar la autoridad política.

No es extraño, entonces, que los mandos militares deban expresar sus opiniones y advertir sobre los riesgos que conlleva una determinada misión, más aún cuando se trata de tareas excepcionales. De hecho, en los estudios de relaciones civiles-militares hay casos paradigmáticos que se analizan, precisamente, porque en ellos se evidenciaron fallas en la necesaria interacción entre la autoridad política y los líderes militares con consecuencias no deseadas. Dentro de estos, por ejemplo,  la “Declaración acerca de la Apreciación de Defensa en el Reino Unido”, de 1992, y como experiencia de la operación “Tormenta del Desierto”, en la que se establece como una de las deficiencias, el no haber otorgado peso suficiente a la voz de los militares para el desarrollo de políticas.

Algo similar sucedió en el “Reporte del Grupo de Estudios de Irak, del Congreso de los Estados Unidos, de 2006, donde la recomendación 46 estableció que “El nuevo Secretario de Defensa debe hacer todo lo posible para construir un estado de relaciones civiles militar saludables, creando un entorno en el que los altos mandos militares se sientan libres de ofrecer asesoramiento independiente no sólo al liderazgo civil en el Pentágono, sino también al Presidente y al Consejo de Seguridad Nacional, como se prevé en la legislación Goldwater-Nichols”. Es cierto que son realidades muy particulares, pero denotan la complejidad de este tipo de interacción.

En nuestro país, en los últimos años las instituciones de la defensa han estado sometidas a múltiples exigencias en términos de variedad de misiones y complejidad de los escenarios donde han debido actuar. Su empleo en situaciones de catástrofes y de emergencia en forma prolongada, además de sus misiones permanentes de preparación, en lo concerniente a la defensa nacional y a la participación en operaciones de paz, ha impuesto desarrollar nuevas capacidades en el uso de la fuerza y también en materia organizativa. Son tareas que, además, conllevan una interacción con autoridades locales de distintos niveles y con organismos con culturas y  estilos de trabajo muy diversos.

Asimismo, en el ejercicio de sus actividades, el personal militar de distintos grados ha estado expuesto a un eventual uso de las armas, lo que implica asumir constantemente un nivel de riesgo crítico, en un ambiente altamente complejo y volátil.  Alberts y Hayes, que desde comienzo de siglo han estudiado el desempeño de las fuerzas militares en ambientes complejos, advierten que cuantos más actores y organizaciones participan directa o indirectamente en una tarea y más incierto es el escenario, más difícil es cumplir las misiones, producto de lo cual los riesgos se incrementan y, más delicado, se transforman.

Esto último podría parecer evidente, sin embargo, no siempre es asumido en plenitud en los procesos de toma de decisiones de alto nivel, puesto que exige, como premisa básica, una  conciencia situacional y un conocimiento que se exprese  en la asignación de misiones claramente definidas, con reglas de uso de la fuerza efectivas, que no debiliten la capacidad de disuasión, y, por cierto, con los medios adecuados a los eventuales escenarios.

En este panorama, la responsabilidad política es cada vez mayor, ya que así como se han puesto en ejecución tareas que en principio son excepcionales y temporales, los riesgos también se incrementan y la incertidumbre es inevitable. Por otra parte, no se puede asumir la polivalencia de una fuerza militar como la posibilidad de cumplir con los mismos medios todo tipo de misiones; es sabido que eso atenta contra la especialización y deteriora la eficacia operativa y táctica en las misiones más propias de la defensa, las que sin duda, siguen siendo prioritarias teniendo en cuenta el horizonte político estratégico de nuestro país, en particular, los intereses de distinto orden que convergen en nuestra posición y situación geográfica.

Cuando existe la certeza de que el nivel de las exigencias que recaen en las Fuerzas Armadas y en quienes deben cumplir las misiones se multiplican, y cuando las tareas que son excepcionales comienzan a ser permanentes, la responsabilidad de los líderes políticos y de los mandos militares es mayor; y el dilema no es tanto si estas tareas se deben asumir o no, sino, cómo crear las condiciones para que logren su propósito con el mínimo riesgos y de efectos no deseados,  sin perder su condición de fuerza militar. (Red NP)

Gral. (R) José Miguel Piuzzi Cabrera

Doctor en Sociología, y académico

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