¿AGONIZA LA DEMOCRACIA?

Salir del país por unos días permite sustraerse de la insoportable pequeñez del debate político chileno para asomarse a los grandes dilemas que atormentan a la humanidad.  Y uno de ellos es el apremiante temor de que la democracia representativa haya ya entrado en su fase terminal como sistema de gobierno.  La extraordinaria revista bimensual que es “Foreign Affaries” sintetiza ese temor con su titular de portada de la edición correspondiente a mayo – junio de este año: “Is Democracy Dying?”.

 

Si en algo concuerdan los cinco ensayos conque los dificilmente más calificados autores analizan esa angustiante pregunta, es en que en efecto esa agonía está ocurriendo y en que se trata de una implosión y no de la derrota ante una agresión externa.  Difieren en el orden de importancia de las causas y en las esperanzas de recuperación, pero concuerdan en que el proceso que arrastra a su muerte es la incapacidad del sistema para enfrentar exitosamente la problemática creada por los enormes y veloces cambios sociales, económicos, tecnológicos y ambientales que caracterizan nuestros tiempos.

 

Ante esos enormes cambios, la democracia representativa está dejando de funcionar y, como toda herramienta inútil, se va abandonando en la búsqueda de otro sistema que sí funcione con mayor eficiencia.  Se puede diferir mucho sobre cuál será ese sistema de gobierno, pero no cabe duda que acarreará pérdida de libertad puesto que, en última instancia, no hay más que dos grandes marcos: los individualistas libertarios y los colectivistas autoritarios.

 

Y cuando llegamos a ese punto, descubrimos, con sorpresa, que lo que ocurre en Chile, mas allá de la irritante pequeñez de su debate público, es un ejemplo típico de la crónica de esta muerte anunciada.  Chile es el país más avanzado de la región en la comunicación digital y sus redes sociales son las más tupidas, veloces y múltiples que existen por este lado del mundo.  El efecto es una suerte de democracia directa que aturde con la cantidad de expectativas, problemas y demandas que surgen a cada minuto.  La consecuencia es el fraccionamiento infinito de las corrientes de opinión y sus primeras víctimas son los partidos políticos que, de ser grandes corrientes de ordenado pensamiento, se trasforman en montoneras vociferantes despedazadas por múltiples tendencias, procederes y ambiciones.  Y, como la democracia liberal está diseñada para operar en el marco de anchas y ordenadas corrientes cívicas, ese caos termina por paralizarla.

 

¿Hay alguien que en Chile crea que, por ejemplo, nuestro actual Parlamento retiene la capacidad de legislar sensata y constructivamente?  No conozco a ningún pensante que responda hoy afirmativamente a ese interrogante.  Y nuestro sistema democrático no funciona con un poder legislativo que ha perdido su capacidad propositiva y solo atina a realizarse refugiado en su capacidad destructiva.  Eso es lo que conduce al autoritarismo porque, antes o después, se imponen la lógica de que un país no puede caer en la ingobernabilidad.

 

Cuando hemos aceptado que el fraccionamiento político provoca la pérdida de eficiencia del sistema democrático representativo, el mundo comienza a exhibirnos ejemplos muy notables del mismo fenómeno y aun en los más respetables bastiones del sistema democrático.  El fraccionamiento político impone inestables gobiernos de complejas coaliciones en países como Alemania y Francia, en España genera un gobierno de frágil minoría en momentos en que el país enfrenta un desafío independentista sin precedentes, el Reino Unido avanza con la inexorabilidad de una tragedia de Esquilo hacia un Brexit que al menos la mitad de la nación no quiere y que puede hasta poner en riesgo su unidad territorial, Europa Oriental se desliza ostensiblemente hacia regímenes crispados y xenófobos y Estados Unidos, el mayor bastión del sistema democrático, nunca ha estado más dividido y confundido que ahora bajo un desconcertante régimen que parece empeñado en destruir el sistema de ordenamiento internacional que sus anteriores gobiernos construyeron durante setenta años de ímprobos esfuerzos.

 

Solo después de constatar eso que ocurre en el mundo desarrollado, apreciamos que la democracia ya murió en países como Cuba, Venezuela y Nicaragua y que los síntomas precursores de otros decesos ya están en acecho en países como México, Argentina y Brasil.  Si bien en algunos espacios del resto del mundo todavía el sistema funciona y prospera, en las mayores partes de Africa y Asía la democracia representativa nunca existió en términos reconocibles.  En resumen, salvo que algo impensado ocurra, podemos estar seguros de que nuestros descendientes no podrán respirar el maravilloso aire de la libertad como nosotros tuvimos la suerte de hacer en algunos prolongados periodos, y ello será porque no fuimos capaces de comprender que la libertad no es compatible con el desorden y el desenfreno.

 

Con exquisita ironía histórica, se está preparando una gran celebración de lo que fue el épico triunfo del plebiscito de 1989, punto de partida de la recuperación de nuestra democracia.  Mucho mejor sería cuidar lo logrado en ese entonces, lo que ciertamente no estamos haciendo.

 

Orlando Sáenz

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