Lograr que el orgullo del Chile presente con sus evidentes logros de mayor progreso y bienestar tenga más peso que la vergüenza de un pasado doloroso que cada 11 de septiembre nos viene a la memoria no es tarea fácil en el Chile de hoy, nos dice Eugenio Tironi en su reciente columna “Patriotismo”.

No se trata de sepultar el pasado, agrega, porque las naciones son comunidades de memoria que al mirar hacia atrás forjan una “identidad moral”, donde aflora todo lo bueno que se ha hecho, todo aquello que provoca “el deseo de vivir juntos”. Pero también el dolor es parte de ese legado, sentencia Tironi, a condición de que ello no paralice y ahogue el deseo de construir un proyecto compartido. Y tiene toda la razón. Discrepo, sin embargo, de su tesis de que “para rehacer nuestra comunidad de memoria” solo se precisa “hacer propio el padecimiento de quienes fueron las víctimas principales del curso que tomó la historia de Chile desde 1973”.

¿Solo a partir de 1973? Me temo que seguir desconociendo que la fractura al alma de Chile ocurre mucho antes de 1973, que hubo culpables de la crisis institucional y moral que también cobró víctimas y que condujo al colapso de la democracia en 1973 que nunca han dado la cara para reconocer su responsabilidad; que la “reconstrucción obsesiva” de lo que “realmente” pasó, como diría el filósofo Margalit que cita Tironi, obsesión que ha sido la bandera de lucha de un sector de la izquierda para fijar el comienzo de la historia en 1973 y acuñar la frase del “ni perdón ni olvido” para mantener abiertas las heridas, será difícil la convivencia entre los chilenos.

Mientras se siga alentando el espejismo de que el 11 de septiembre es el comienzo de la oscuridad en un país que sentía orgullo de vivir en los “cielos azules” de una “floreciente” democracia se verá lejana una auténtica “comunidad de memoria”, sin exclusiones y donde todos nos sintamos parte de ella.

Carlos Williamson